
Contuvo la respiración. Su mirada se torció hacia el espejo y la boca se le selló, inmutable. Su voz ligera y socarrona indicó el dieciséis. Una campanada, advirtió el inicio de algo. Una bocanada de aliento suyo, se confundió con el perfume generosamente esparcido por ella, cuando lo abordó en el tercero. El sube y baja todos los días. Ella, se pasea por vez primera en la breve ruta, hasta quién sabe, qué piso. Ella y él, a tientas, buscando el lugar indicado donde sostener la pesadez de los cuerpos, que parecen poner a prueba la capacidad del elevador . El y ella, creyendo que son seiscientos los kilos que se transportan , que se levantan a duras penas, que se soportan a sí mismos, haciendo lento, el otras veces, veloz ascenso. El aire pesa. Y no hay aire aquí dentro. Todo se mira, se contempla detenidamente como si el tiempo sobrase. Y hay tan poco que mirar. El tiempo antes existió.
El se acomoda la corbata, otea el espejo. Ella le devuelve al cristal que la refleja, la esplendidez de su boca también sellada. La luz delgada, que es arrastrada desde el techo hasta los vidrios de sus anteojos, le hace parpadear a él, cegándole por un instante. Un lapso sin fulgor, ajeno a aquel momento. Un diminuto trozo robado de otra historia. Libre ya de la distancia, a solas con la ferocidad del deseo que lo rodea, lo acosa y lo nutre de ánimo dispuesto a la palabra, traga con todos los sentidos un poco de ella, detenida ahí delante. Ella respira aliviada. Siente que su peso corporal se aminora, que se aferra a la tensión, que se aliviana la espera. Ahora cree contemplar la escena desde el techo luminoso. Siente el calor en su espalda. Ahí está él para ella. Cartero, oficinista, gerente o junior que regresa del depósito bancario. Huele a cualquier cosa y sin embargo embriaga. El cree recordar su cabellera. Como volviendo en sí , le inquiere detalles mirándola en el espejo. ¿Dónde antes? le pregunta sin hablar, y se siente un elegido cuando se recrea entre sus dientes una sonrisa libre de toda razón. Se inclina levemente. Luego apoya parte de su cabeza en la pared de aluminio. Entonces, la luz se hace potente, y el ding-dong que algo avisaba, se congela en sus oídos. Palpan la lujuria, amenazan con destierro a la claridad que ahora, de tanta luz, es poca. Se la consumen como agua mineral. Dictarán decreto de exilio a los habitantes transitorios de este cuadriculado, que se inunda de ansiedades sin respiro. Se palpan agitados, sin tocar siquiera sus yemas nada cierto. Reconocen espacios, pero no hay formas. Ella pulsa, él aprieta aún intimidado.
Cuando todos han llegado a sus destinos, se cumple el decreto de toque de queda. A ella, se le sale él por todos los poros. A él, se le sale ella, generosa, arrogante en su elegancia, arbitraria en la brutalidad de su juego.
Dieciséis - digo con firmeza y temor a ser también relegado por su mirada. Sus tacones suenan delicados, cuando se despega como si nada de su presa. El, sale lentamente. Cierro el ascensor. Me rearmo en la silla. Ella está de pie, corrige ligeramente su falda mientras me ve y acomoda su cabello.
Me vuelvo al tercero - me dice con sutil urgencia.