11.8.07

NOCHE DE LUNA

Aquella noche Amadeo esperaba que las cosas transcurrieran como todas sus noches. En verdad nada esperaba, sino que el día terminara como tantos otros. El hombre era un tipo cuarentón, reposado como pocos y algo calvo de manera prematura. Esa misma condición le otorgaba un aspecto de viejo, y la seriedad se la agregaba ese ceño fruncido como por encargo, en el que parecía empezar o concluir su media calvicie. Amadeo Luna se bajó del autobús, que continuó su carrera hacia el sur. Encendió un cigarrillo, como era su usanza antes de llegar a la casa, para que su madre no le reclamara por lo del humo, lo de la tos y lo del asma que la aquejaban. Cargó con calma la bolsa del pan en un hombro, y pitó con alegría especial el último de sus cigarros. Llegó al semáforo de varios tiempos, en el que solía apretar un botón para atravesar la avenida, lo oprimió , acomodó la bolsa en el otro hombro y pisó la colilla humeante hasta apagarla. Enderezó con el índice derecho sus anteojos, y atravesó la calzada con rapidez.

Una vez del otro lado, se volteó sorpresivamente para indagar tras sus espaldas. Le pareció que alguien espiaba y seguía su andar descuidado. Un aura extraña se mantenía de pie, junto al redondo pilar del semáforo que él había activado antes de cruzar. No supo con certeza si el perfil que observaba lo imaginaba o estaba allí, frente a él. Reacomodó sus lentes, sin dar crédito a lo que parecía ser por segundos, una imagen sin formas, y por otros, una silueta casi perfecta de sí mismo. Se quitó los lentes en un gesto estúpido. Dejó la bolsa con pan en el suelo. Sus zapatillas sumaron dos pasos hacia la vereda, de vuelta. Al borde de la calle se detuvo a contemplar silencioso, que la sombra, en la cual podía ahora identificar su propio rostro, oprimía también el mismo gastado botón. Transpiró ardoroso, como siempre por las tardes en la panadería donde trabajaba, cuando la sombra con sus mismos modos, aligeró el tranco para abandonar la vereda en dirección hacia él. No supo si huir, quedarse allí inmóvil como estaba, o atravesar a su encuentro. Se sorprendió congelado en su sudor, indicándole a un policía como había ocurrido el atropello. Contempló ligeramente al occiso, de ceño rígido y cabeza algo calva, al mismo tiempo que reconoció esas inconfundibles marraquetas esparcidas a su alrededor.
Obra: Mujer y pájaro bajo el claro de luna, Joan Miró

6 Comments:

At 9:31 p. m., Blogger Marce said...

¿lograremos ser testigos silenciosos de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, en ese preciso momento en que el aire se detiene y nuestro cuerpo se inmoviliza?
Me gustó el relato, tu cuento, esta escena narrada...me quedo como espectadora viendo pasar los créditos.
Un abrazo al sur, al tuyo, el abrazo llega hasta ti...

 
At 6:07 p. m., Blogger Andrea Brandes said...

0 sea ¿se murió? que susto, ¿se verá uno mismo muerto cuando se muera?
Precioso relato, la muerte lo andaba rondando en su misma sombra...

 
At 11:21 p. m., Blogger Siempre said...

Qué detalles nos dará la última escena de nuestra vida?. Me deja la sensación de que Amadeo miró mucho y vivió poco. Triste semblanza de un ser. Excelente relato.
Te dejo mis saludo Héctor, un gusto venir por acá.

 
At 5:47 p. m., Anonymous Anónimo said...

Buen viaje¡¡¡ el que invita este relato...solitario paso el de la muerte...SALUDOS

 
At 8:47 p. m., Blogger Casti said...

Héctor, perfeito casamento de palavras e imagem!

abrazos do Brasil,
Casti

 
At 7:53 p. m., Blogger AnaR said...

Espectador de su propia muerte...No me parece desacabellado, sino paradójico e...impactante.

Un abrazo

 

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